ALBERTO BARRERA TYSZKA 11 DE OCTUBRE 2015
@Barreratyszka
Hay
alguna gente que, cada vez que puede, insiste en recordar que, hace años, firmé
un remitido –junto con muchos otros– dándole la bienvenida a Fidel Castro a
Venezuela. Fue cuando ocurrió la famosa “Coronación” de Carlos Andrés Pérez,
cuando asumió su segunda presidencia, en 1989. Algunos, además, reclaman que yo
–y los muchos otros– no hayamos pedido perdón públicamente, hincados de
rodillas. También hay quienes siguen señalándonos como si hubiéramos cometido
un delito por el que todavía no hemos sido castigados, como si tuviéramos una
mancha imborrable en el paraíso virginal de todas las ideologías.
Me
temo que esa vocación purista, siempre persecutoria, no tiene mucho sentido y
nunca suele dar grandes resultados. Es como si los que no votamos por Chávez en
su primera campaña nos lanzáramos ahora a organizar una cacería salvaje,
tratando de exigirles pruebas drásticas de arrepentimiento a todos los
venezolanos que se entusiasmaron con la ilusión de un cambio en 1998. Tengo
amigos que, ese año, incluso, votaron por Chávez porque no se lo tomaron
demasiado en serio. Porque les parecía una forma simpática de enredarles el
juego a los adecos y a los copeyanos. Porque sentían que era bueno y saludable
que en Venezuela se formara un desnalgue. ¿Qué hacemos con ellos? ¿También hay
que llevarlos a la hoguera?
Navegar
con esa lógica puede ser peligroso. Nadie queda a salvo. Ni siquiera todos los
intocables que andan por la vida buscando pecadores. Ahí está el caso de Manuel
Rosales, por ejemplo. ¿Qué pueden decir los puristas con respecto a él? ¿Por
qué lo apoyaron? ¿Por qué se quedaron callados ante su evidente falta de
formación política y de proyecto de país? ¿Por qué no dijeron nada cuando
aparecieron todas las denuncias de corrupción en su contra? ¿Por qué tampoco
ahora dicen nada, por qué no salen gritando: “¡Manuel, no! ¡Por favor! ¡No
regreses! ¡No nos hagas ese daño!”?
La
historia es confusa y compleja. Sigamos con Fidel. Pienso ahora en el papa
Francisco. ¿Cómo se puede evaluar, en el contexto de su visita a Cuba, su
reunión con el comandante? Es distinto tener 28 años y creer que un remitido
puede cambiar el mundo, que ser el presidente o director general del Estado
Vaticano y liderar una de las religiones más importantes del planeta. Cuando el
papa Francisco aparece en una foto con Fidel Castro, la Iglesia católica está
legitimando a un gobierno que lleva más de 50 años en el poder, a un gobierno
que ejerce la represión y la censura, a un gobierno que ha encarcelado,
torturado y asesinado a gente por pensar de un modo distinto. La mayoría de los
ciudadanos, con esfuerzo, nos representamos a nosotros mismos. El papa tiene un
deber actoral mucho mayor: supuestamente representa a Dios. ¿Y dónde carajo
estaba Dios cuando Jorge Mario Bergoglio se tomó la foto con Fidel?
Finalmente,
tal vez los hermanos Castro pasen a la historia como unos grandes talentos histriónicos
que, a punta de ingenio y de farsa, sobrevivieron a sus crímenes y lograron ser
los tiranos más queridos y tiernos de finales del siglo XX y comienzos del
siglo XXI. En su biografía del Che Guevara, Jon Lee Anderson relata la primera
victoria de los rebeldes en la Sierra Maestra: un ardid, una simple puesta en
escena, un engaño a un periodista gringo para que fuera y escribiera que los
guerrilleros eran muchos e iban avanzando a paso de vencedores. Castro siempre
supo que la mentira podía ser tan eficaz como las balas.
Fidel
es hábil y la política exterior norteamericana suele ser muy torpe. Tardamos
demasiado en entender que las injusticias de los gringos no hacen más justo al
gobierno cubano. Y Fidel sigue ahí. Capaz de hacer cualquier cosa por no dejar
el escenario. Es el mejor chulo de la historia. Es un showman sin fecha de
caducidad. Jamás va a renunciar a su negocio. Ahora Mick Jagger y Sting se
pelean para ver quién canta primero en La Habana. La revolución cubana sigue
siendo una marca exitosa. Como quizás pensaría el viejo Marx: Fidel no existe.
Solo es un fetiche. Un espejismo comercial.
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