Jean Maninat 09 de octubre de 2015
@Jeanmaninat
Los
problemas de Venezuela lo deben resolver los venezolanos, solía ser una
afirmación de realpolitik latinoamericana, desgranada con el cejo fruncido y el
intelecto desbordado por el respeto a la soberanía de los países. En tiempos
del galáctico, los mandatarios regionales preferían callar, contemplarse las
uñas de las manos, o desembarazarse distraídamente de las burusitas blancas que
se pegan como garrapatas a las medias, antes que adelantar una tímida respuesta
frente los exabruptos a los que eran sometidos quienes se atrevieran a decir
esta boca es mía en la región. El que se mete con nosotros se espina, (o algo
parecido) y ¡zas! todos a ver para el techo, no vaya a ser que la agarre conmigo.
Sólo Alan García y Álvaro Uribe tuvieron el empaque -desde la presidencia- para
no dejarse amedrentar y responder recio cuando interpelados desde Miraflores.
Mercosur,
Unasur, Celac, la OEA, preferían esconderse bajo las faldas del respeto a la
soberanía de sus miembros, o tras los pantalones de la libre determinación de
los pueblos, antes que resistir -así fuera tenuemente- la deriva autoritaria y
antidemocrática del régimen venezolano. La Carta Democrática Interamericana
descansaba tranquila, sin que nadie la hojeara al menos para sacudirle el
polvo. Esos años han sido, sin duda alguna, los más lastimosos y vergonzantes
para la democracia regional y sus gobiernos. Los años de la desvergüenza,
podría ser el título de un trabajo que relate lo que sucedió, o mejor dicho… lo
que dejó de suceder.
Pero
por más que los gobiernos se quisieran desentender del tema-unos adrede y otros
por complacencia- el caso venezolano siempre terminaba dándole palmaditas por
detrás en el hombro, distrayéndoles fastidiosamente de su oficio de no
enterarse. En la tristemente célebre reunión de Unasur en Perú, luego de los
ajustados -y cuestionados- resultados de las elecciones presidenciales de 2013,
los mandatarios se apresuraron -unos con más disgusto interior que otros -a
barrer bajo la alfombra el “tema Venezuela” nombrando un grupo de seguimiento
que no seguiría nada, y regresando a sus países felicitándose mutuamente por la
labor cumplida. Pero tragar sapos no es saludable, y el temita regurgitaría una
y otra vez hasta convertirse en la madre de todas las gastritis políticas de la
región que es hoy en día.
¿Qué
ha cambiado? ¿Tuvieron una epifanía los primeros mandatarios? ¿Los visitó su
ángel de la guardia democrático mientras dormían? ¿De allí su súbita, y
bienvenida, preocupación por la transparencia electoral en el país? Sucede algo
mucho más mundano: Venezuela se ha convertido en un problema político nacional
en gran parte de Latinoamérica. Cuando eso sucede, y los problemas externos se
incrustan en las agendas políticas nacionales, estallan las alarmas y los
líderes empiezan a preocuparse por el efecto que tendrá en su aprobación.
Mientras más desaguisados se traman y realizan en Caracas, más cunde el
nerviosismo en el vecindario. Brasil declara -vía su embajador en Guyana- que
no aceptará conflictos en sus fronteras. Proliferan los buenos oficios para resolver el brete con
Colombia. El cuarto de Tula cogió candela y todos quieren apagarla antes de que
se propague y se lo empiecen a cobrar en las encuestas.
El
gobierno está en aprietos, sus antiguos valedores en apuros. Nadie quiere
retrato en familia con los jefes del socialismo del siglo XXI. No aguantan una
raya más, menos venida del exterior. No pueden huir de las preguntas que
desenfundan los periodistas con insistencia: ¿Qué piensa de lo que está pasando
en Venezuela? ¿Y de las elecciones parlamentarias? ¿Apoya la observación
electoral internacional? ¡Dios, cuándo saldremos de este calamar, se dicen para
sus adentros!
No, no
hay epifanía democrática. Tan solo encuestas y votantes.
No hay comentarios:
Publicar un comentario
Para comentar usted debe colocar una dirección de correo electrónico