HÉCTOR E. SCHAMIS 11 Octubre 2015
Temprano
en las transiciones, el régimen político que surgía fue llamado “hibrido”, o en
el mejor de los casos, “democracia electoral”. Ello para denotar que se votaba
bien, con vigencia de derechos políticos, pero que otros componentes del
sistema democrático—las garantías constitucionales y la separación de
poderes—no mostraban equivalente solidez. Había democracia pero escasa ciudadanía.
Ello
se ha exacerbado en el tiempo, con violaciones de derechos y el tema de la
perpetuación en la agenda de muchos países. El interrogante es si el sufragio
libre, universal y secreto, parte esencial de la ciudadanía, puede seguir
ejerciéndose con efectividad ante la regresión de la República, su necesaria
contraparte. Este otoño, primavera al sur del ecuador, hay elecciones
trascendentes para el futuro de la democracia en la región. Antes que ocurran,
sin embargo, podemos inferir la respuesta.
El 25
de octubre es la segunda vuelta presidencial en Guatemala, un caso
extraordinario por donde se lo mire. Ante los cargos por corrupción formulados
por una comisión internacional, una verdadera revolución cívica obligó al
presidente a renunciar y a sentarse frente a un juez un par de horas más tarde.
Su día, tan lleno de contrastes, concluyó en la cárcel. El resto de América
Latina miraba con envidia.
Todo
eso, además, pocos días antes de la elección que determinó que el ballotage
será entre Jimmy Morales, un comediante devenido en político, y Sandra Torres,
una ex primera dama, quien en 2011 remedió la restricción constitucional a su
postulación divorciándose del presidente “para casarse con el pueblo”. La de
Morales es una de esas típicas candidaturas anti-sistema, aptas para expresar
el descontento pero no tanto para gobernar. La de Torres, a su vez, es la
candidatura de alguien que cumple con la letra constitucional violando su
espíritu. En ese contexto, no sorprendería que la revolución cívica resulte traicionada.
El
mismo día es la elección presidencial en Argentina y por primera vez en doce
años no estará el apellido Kirchner en la boleta. Luego de varios intentos de
perpetuación ello es una bocanada de aire fresco en sí misma, si es que no hay
fraude como en la provincia de Tucumán el pasado agosto. Y por supuesto,
siempre y cuando la perpetuación no se lleve a cabo por otros medios.
Ocurre
que, luego de doce años, el gobierno más prolongado en la historia argentina
deja un Estado capturado y una administración pública colonizada por su propia
nomenclatura. Es legítimo preguntarse si dejarán gobernar al opositor Mauricio
Macri, de ser este el vencedor. Pero esa es una pregunta mucho más relevante en
el caso del mismo candidato oficialista, Daniel Scioli, a quien han rodeado en
un claro intento de limitarlo, controlar el Ejecutivo y continuar en el poder
detrás de bambalinas. No por nada el candidato a vicepresidente es el abogado
de Cristina Kirchner. Nótese que continuidad e impunidad riman.
También
se vota en Haití el 25, el país con mayor pobreza en el continente. Bajo la
larga sombra del terremoto de 2010, en un sistema donde el uso corrupto de la
ayuda internacional se ha hecho moneda corriente, se vota en la inestabilidad,
por decir lo menos. El proceso está marcado por la violencia ocurrida en la
elección parlamentaria de agosto, crisis y renuncias dentro del Consejo
Electoral Provisional y un sistema político tan fragmentado que ofrece más de
50 (sí, cincuenta) candidatos. Tener demasiado para elegir casi nunca lleva a
una buena elección, ni en la democracia ni en muchas otras cosas.
Se
vota también en elecciones regionales en Colombia y parlamentarias en
Venezuela. La primera ocurrirá en el contexto del plan de paz y la polarización
y conflictividad que ha generado. En una jugada de alto riesgo político y
electoral, tanto el gobierno como la oposición sugieren que estas elecciones
son un referéndum del plan de paz. Riesgo porque ello no es necesariamente así,
según estudios que muestran que la sociedad separa ambos procesos, y porque
según la ONG Misión de Observación Electoral el mayor problema a enfrentar es
el de la corrupción y el fraude electoral.
Venezuela
vota el 6 de diciembre, si es que vota. Ello por la arbitrariedad del régimen,
las regiones en Estado de Excepción, las candidaturas inhabilitadas y los
líderes opositores encarcelados. Agréguese que no habrá observación electoral
confiable y se puede inferir que el principio del voto universal, libre y
secreto no será respetado. La importancia de Venezuela, es decir, la necesidad
de recuperar su democracia y el efecto de demostración en el resto de la región
difícilmente pueda exagerarse. Son cinco elecciones que definirán el futuro
democrático de América Latina.
“El
conteo de los votos es la última ceremonia de un largo proceso”, decía Gramsci.
Él se refería a los temas clásicos de su neo marxismo: la reproducción del
bloque en el poder y la construcción de hegemonía, procesos que se canalizan a
través de la competencia electoral, entre otros. La noción, sin embargo, también
sirve para la democracia liberal, donde contar los votos es la última ceremonia
de un largo proceso previo. Es el de construir ciudadanía, expandir derechos,
crear la institucionalidad republicana, otorgar libertades y garantías
constitucionales, separar los poderes del Estado y garantizar el debido
proceso.
Ese
proceso previo es siempre largo, indeterminado y contradictorio, pero hoy está
truncado en la región, en regresión. América Latina vota, pero lo hace cada vez
peor. No puede haber derechos políticos plenos en ausencia de las otras
dimensiones de la ciudadanía.
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