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lunes, 11 de mayo de 2015

Después de pensarlo mucho, @yedzenia



Por Yedzenia Gainza, 09/05/2015

Se podría decir que es una mujer feliz, tiene juventud, inteligencia y belleza. No todo el mundo tiene la suerte de transitar por la vida contando con las tres cosas. Pero eso ahora mismo no importa, y más adelante tampoco. Son sólo tres cosas que deben lidiar con una marea de defectos.

Está llena de manías que ha ido acumulando durante los años en los que no echar raíces en ninguna parte es su forma de relacionarse con el mundo. Para llegar a sus amores, triunfos y fracasos, siempre necesita el pasaporte. Tiene amigos diseminados en todos los rincones del planeta, a algunos no los ve más que de refilón en alguna actualización de perfil, pero los recuerda casi a diario. Revive con emoción las risas, pero sobre todo rememora el tacto de la piel de cada uno, el pelo con el que alguna vez jugó, y siente cómo en su rostro o en sus labios aún sigue la huella del último beso recibido.

Sueña en silencio -y a veces en voz alta- con el día en el que por fin podrá celebrar su cumpleaños junto a todos, igual que la mayoría de los que como dice la canción, siguen “en la misma ciudad y con la misma gente”.

Cada mañana se levanta pensando en que ha pasado un día más desde aquella tarde cuando salió de su casa rumbo al aeropuerto que la vio marcharse sin saber que ella sería una de las primeras de la gran masa de venezolanos a los que la violencia y el abuso echó a punta de pistola. Se fue llorando lágrimas amargas porque al abordar ese avión en dirección a una nueva vida, dejaba en tierra lo más importante: su familia, su gente, el verde de la montaña que enmarcaba su casa, su programa de radio favorito, el “buenos días” del muchacho que estaba todas las mañanas en el semáforo esperándola con el periódico listo. Dejaba lo que sabía que no encontraría en ninguna otra parte, porque un lugar como ese en el que el destino le regaló nacer no venía repetido como las barajitas de las chucherías que endulzaron su infancia.

Donde vive está bien, tiene amigos, un buen trabajo que le gusta, un carro con el que puede parar en los semáforos sin sentir que se juega los huesos. Sabe que puede ir a cenar sin temor a que se oculte el sol y la noche le juegue una mala pasada. No escribe para avisar que ha llagado bien, a nadie le preocupa porque donde vive las desgracias son la excepción, no la regla. Sabe que si se enferma no se irá a la ruina pagando hospitales privados, ni tendrá que pedir limosna en un autobús para comprarse las medicinas.

Ser soltera y no tener hijos le da la libertad de tomar decisiones sin consultar a nadie porque sólo le afectarían a ella. Sí, cualquiera diría que es una mujer libre y feliz.

Cuando se fue, a pesar del dolor, sintió alivio. El mismo alivio que se siente cuando el instinto de supervivencia arroja un gran suspiro al ver que en medio de un tiroteo la bala pasó por un lado… Aunque haya sido para darle a otro. Se sentía culpable por haberse ido sola, pero respetaba que sus padres y hermanos hubieran decidido quedarse porque eso de vivir en otro lado no era para ellos. Además, ese caos no iba a durar toda la vida. Venezuela no era Cuba. “No vale, no creo” decían.

Cada vez que iba de visita, llenaba sus maletas de regalos para todos, paseaba y disfrutaba porque a pesar de estar mal, en ese país aún se podía vivir, trabajar, comer, reír, amar. Ella temía que las cosas empeorasen, pero nunca tuvo tanta imaginación como para ver en el futuro a sus viejos haciendo interminables colas para comprar comida en cantidades muy limitadas.

Sus hermanos cuentan que cuando su padre se comía una parrilla con yuca y guasacaca, se le salían las lágrimas pensando que era un plato lejos de su alcance allá en ese lugar tan lejos donde la hija rebelde decidió irse a pasar frío en soledad. También cuentan que cuando se acercaba su visita, comenzaban a reunir paquetes de todas las chucherías que le gustaban para que se llevara el equipaje repleto de los sabores con los que combatiría la nostalgia. Ella nunca imaginó que llegaría el momento en el que los perfumes, vestidos y vinos serían sustituidos por champú, jabón, pañales y medicinas. Nunca imaginó que dejaría de comer carne porque cada vez que pensara en un chuletón se le saldrían las lágrimas, pues ahora es su familia la que no puede permitirse un plato como ese. Nunca imaginó que las cosas se pondrían tan feas que llevarían a sus hermanos a buscar desesperadamente la forma de salir del país sin llegar a uno nuevo nada más que con lo puesto por culpa de la hiperinflación.

Y es así como se dio cuenta de que no es realmente feliz. Tiene agua corriente, calefacción, aire acondicionado. Puede pasear en bicicleta con zapatos deportivos que no le garantizan un atraco en la primera esquina, cambia de neumáticos cuando debe y no viaja por autopistas oscuras y con huecos. Tiene compañía, dado que algunos de sus mejores amigos se vinieron después de ella. Pero no es feliz, se siente mal. Su bienestar es como un espejismo. La situación del país ha degenerado tanto que ahora siente que respira la tranquilidad de una bala que tampoco lleva su nombre pero va directo a su familia. No duerme hasta saber que todos sus seres queridos están en casa, y en lugar de sueños tiene pesadillas donde uno de sus hermanos pierde la vida a manos de un delincuente. Come poco porque cada bocado le hace pensar en las carencias que puedan estar viviendo en su casa. Vive aterrada casi rezando para que su gente no se enferme y deba pasar la convalecencia mendigando medicamentos por las redes sociales.

Se siente como si estuviera viendo desde lejos un campo de concentración donde se encuentran todos sus afectos, y del que ella se ha librado. Sabe lo terrible de la realidad nacional cuando las súplicas por volver a casa que le hacía su madre una década atrás ahora le ruegan todo lo contrario.

Desde donde está siente que no puede hacer nada por ellos, así que después de pensarlo mucho, ha comenzado a hacer las maletas. Se vuelve a casa, contra toda razón, contra toda lógica, se vuelve a casa. Sabe que le espera un infierno de muerte, corrupción, negligencia y miseria, pero también sabe que no estará sola. No sabe si conseguirá trabajo, pero sí que por lo menos podría encargarse de hacer las colas que ahora hacen sus padres mientras sus hermanos trabajan. Su familia intenta vanamente hacerla recapacitar, le dicen que se quede donde vive, así por lo menos ella está bien. Pero no hay fuerza humana capaz de convencerla, ella no quiere ser la única superviviente de una familia que tuvo la desgracia de sufrir las consecuencias del gobierno más corrupto, violento, y macabro que haya conocido la historia venezolana. De nada le ha servido ni le servirá vivir bien si los suyos medio viven. Con la propia sangre no es aplicable el “sálvese quien pueda”.

En estos días mientras hace las maletas, piensa que a lo mejor es la decisión que deberían tomar todos los jóvenes que salieron del país en los últimos quince años. Regresar en masa, tomar el timón y trabajar unidos para reconstruir el país. Y si no consiguen convertirlo en un modelo para América Latina, por lo menos que vuelvan dejarlo en el mismo punto donde estaba cuando llegó al poder esta lacra llamada Socialismo del Siglo XXI. Ese ya sería un gran paso para que todos navegaran en la misma dirección, porque ya es hora de desplegar las velas y luchar contra todo viento adverso para impedir que se hunda ese barco maravilloso y medio roto llamado Venezuela.



Yedzenia Gainza
@yedzenia

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