Por Yedzenia Gainza, 09/05/2015
Se podría decir que es una mujer feliz, tiene juventud, inteligencia y
belleza. No todo el mundo tiene la suerte de transitar por la vida contando con
las tres cosas. Pero eso ahora mismo no importa, y más adelante tampoco. Son
sólo tres cosas que deben lidiar con una marea de defectos.
Está llena de manías que ha ido acumulando durante los años en los que
no echar raíces en ninguna parte es su forma de relacionarse con el mundo. Para
llegar a sus amores, triunfos y fracasos, siempre necesita el pasaporte. Tiene
amigos diseminados en todos los rincones del planeta, a algunos no los ve más
que de refilón en alguna actualización de perfil, pero los recuerda casi a
diario. Revive con emoción las risas, pero sobre todo rememora el tacto de la
piel de cada uno, el pelo con el que alguna vez jugó, y siente cómo en su
rostro o en sus labios aún sigue la huella del último beso recibido.
Sueña en silencio -y a veces en voz alta- con el día en el que por fin
podrá celebrar su cumpleaños junto a todos, igual que la mayoría de los que
como dice la canción, siguen “en la misma ciudad y con la misma gente”.
Cada mañana se levanta pensando en que ha pasado un día más desde
aquella tarde cuando salió de su casa rumbo al aeropuerto que la vio marcharse
sin saber que ella sería una de las primeras de la gran masa de venezolanos a
los que la violencia y el abuso echó a punta de pistola. Se fue llorando
lágrimas amargas porque al abordar ese avión en dirección a una nueva vida,
dejaba en tierra lo más importante: su familia, su gente, el verde de la
montaña que enmarcaba su casa, su programa de radio favorito, el “buenos días”
del muchacho que estaba todas las mañanas en el semáforo esperándola con el
periódico listo. Dejaba lo que sabía que no encontraría en ninguna otra parte, porque
un lugar como ese en el que el destino le regaló nacer no venía repetido como
las barajitas de las chucherías que endulzaron su infancia.
Donde vive está bien, tiene amigos, un buen trabajo que le gusta, un
carro con el que puede parar en los semáforos sin sentir que se juega los
huesos. Sabe que puede ir a cenar sin temor a que se oculte el sol y la noche
le juegue una mala pasada. No escribe para avisar que ha llagado bien, a nadie
le preocupa porque donde vive las desgracias son la excepción, no la regla.
Sabe que si se enferma no se irá a la ruina pagando hospitales privados, ni
tendrá que pedir limosna en un autobús para comprarse las medicinas.
Ser soltera y no tener hijos le da la libertad de tomar decisiones sin
consultar a nadie porque sólo le afectarían a ella. Sí, cualquiera diría que es
una mujer libre y feliz.
Cuando se fue, a pesar del dolor, sintió alivio. El mismo alivio que se
siente cuando el instinto de supervivencia arroja un gran suspiro al ver que en
medio de un tiroteo la bala pasó por un lado… Aunque haya sido para darle a
otro. Se sentía culpable por haberse ido sola, pero respetaba que sus padres y
hermanos hubieran decidido quedarse porque eso de vivir en otro lado no era
para ellos. Además, ese caos no iba a durar toda la vida. Venezuela no era
Cuba. “No vale, no creo” decían.
Cada vez que iba de visita, llenaba sus maletas de regalos para todos,
paseaba y disfrutaba porque a pesar de estar mal, en ese país aún se podía
vivir, trabajar, comer, reír, amar. Ella temía que las cosas empeorasen, pero
nunca tuvo tanta imaginación como para ver en el futuro a sus viejos haciendo
interminables colas para comprar comida en cantidades muy limitadas.
Sus hermanos cuentan que cuando su padre se comía una parrilla con yuca
y guasacaca, se le salían las lágrimas pensando que era un plato lejos de su
alcance allá en ese lugar tan lejos donde la hija rebelde decidió irse a pasar
frío en soledad. También cuentan que cuando se acercaba su visita, comenzaban a
reunir paquetes de todas las chucherías que le gustaban para que se llevara el
equipaje repleto de los sabores con los que combatiría la nostalgia. Ella nunca
imaginó que llegaría el momento en el que los perfumes, vestidos y vinos serían
sustituidos por champú, jabón, pañales y medicinas. Nunca imaginó que dejaría
de comer carne porque cada vez que pensara en un chuletón se le saldrían las
lágrimas, pues ahora es su familia la que no puede permitirse un plato
como ese. Nunca imaginó que las cosas se pondrían tan feas que llevarían a sus
hermanos a buscar desesperadamente la forma de salir del país sin llegar a uno
nuevo nada más que con lo puesto por culpa de la hiperinflación.
Y es así como se dio cuenta de que no es realmente feliz. Tiene agua
corriente, calefacción, aire acondicionado. Puede pasear en bicicleta con
zapatos deportivos que no le garantizan un atraco en la primera esquina, cambia
de neumáticos cuando debe y no viaja por autopistas oscuras y con huecos. Tiene
compañía, dado que algunos de sus mejores amigos se vinieron después de ella.
Pero no es feliz, se siente mal. Su bienestar es como un espejismo. La
situación del país ha degenerado tanto que ahora siente que respira la
tranquilidad de una bala que tampoco lleva su nombre pero va directo a su
familia. No duerme hasta saber que todos sus seres queridos están en casa, y en
lugar de sueños tiene pesadillas donde uno de sus hermanos pierde la vida a
manos de un delincuente. Come poco porque cada bocado le hace pensar en las
carencias que puedan estar viviendo en su casa. Vive aterrada casi rezando para
que su gente no se enferme y deba pasar la convalecencia mendigando
medicamentos por las redes sociales.
Se siente como si estuviera viendo desde lejos un campo de
concentración donde se encuentran todos sus afectos, y del que ella se ha
librado. Sabe lo terrible de la realidad nacional cuando las súplicas por
volver a casa que le hacía su madre una década atrás ahora le ruegan todo lo
contrario.
Desde donde está siente que no puede hacer nada por ellos, así que
después de pensarlo mucho, ha comenzado a hacer las maletas. Se vuelve a casa,
contra toda razón, contra toda lógica, se vuelve a casa. Sabe que le espera un
infierno de muerte, corrupción, negligencia y miseria, pero también sabe que no
estará sola. No sabe si conseguirá trabajo, pero sí que por lo menos podría
encargarse de hacer las colas que ahora hacen sus padres mientras sus hermanos
trabajan. Su familia intenta vanamente hacerla recapacitar, le dicen que se
quede donde vive, así por lo menos ella está bien. Pero no hay fuerza humana
capaz de convencerla, ella no quiere ser la única superviviente de una familia
que tuvo la desgracia de sufrir las consecuencias del gobierno más corrupto,
violento, y macabro que haya conocido la historia venezolana. De nada le ha
servido ni le servirá vivir bien si los suyos medio viven. Con la propia sangre
no es aplicable el “sálvese quien pueda”.
En estos días mientras hace las maletas, piensa que a lo mejor es la
decisión que deberían tomar todos los jóvenes que salieron del país en los últimos
quince años. Regresar en masa, tomar el timón y trabajar unidos para
reconstruir el país. Y si no consiguen convertirlo en un modelo para América
Latina, por lo menos que vuelvan dejarlo en el mismo punto donde estaba
cuando llegó al poder esta lacra llamada Socialismo del Siglo XXI. Ese ya sería
un gran paso para que todos navegaran en la misma dirección, porque ya es hora
de desplegar las velas y luchar contra todo viento adverso para impedir que se
hunda ese barco maravilloso y medio roto llamado Venezuela.
Yedzenia Gainza
@yedzenia
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