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domingo, 19 de octubre de 2014

Populismo, por @hectorschamis

HÉCTOR E. SCHAMIS 18 OCT 2014
@hectorschamis

El vocablo en cuestión quiere decir mucho, tanto que con frecuencia no dice nada. A menudo se reduce a un simple epíteto político. Por eso también se abusa, y con el abuso pierde significado. Ocurre con la propia definición, las características que componen el concepto, es decir, los atributos que deben estar presentes para que algo sea populismo. Cuando no hay consenso sobre esas características, a su vez se complica la empírea, la tarea de clasificar, de determinar quién es populista. Esto, a su vez, en dos sentidos: por un lado en el espacio—donde—y por el otro en el tiempo—cuando—este último necesario para captar la singularidad histórica de un fenómeno.

Es como el elefante, cuyo ADN es en un 95% idéntico al del mamut, pero que no obstante constituye otra especie. Ni mamut tardío, ni mamut del siglo XXI, a pesar de ese 95%. Clasificar entonces es esencial para entender, distinguir algo que es de aquello que no es. Si la historia le importa a la biología a efectos clasificatorios, más debería importarle a la política, pero a veces no es así. En esos casos reina la ambigüedad, como cuando hablamos de populismo.

Por ejemplo, en Estados Unidos el movimiento populista surgió a fines del siglo XIX, representando los intereses y aspiraciones de las clases populares agrarias—asalariados y pequeños propietarios—en oposición a los grandes propietarios y a los grupos financieros concentrados. Esos legados populistas se ven todavía hoy en las posiciones progresistas de algunos sectores del Partido Demócrata. En Europa, en contraste, la idea de populismo pertenece a la entre guerra, y está asociada a un pensamiento nacionalista y xenófobo, discriminatorio de grupos inmigrantes y de minorías étnicas y religiosas. De ahí que ser populista en Europa hoy exprese una cierta nostalgia fascista.

Es en América Latina, sin embargo, donde el concepto se hace particularmente resbaladizo. Allí la noción de populismo se aplica a casi todo. El término ha cubierto un amplísimo menú de opciones ideológicas, normativas y de política económica, siempre bajo realidades políticas cambiantes en el tiempo. Surgido después de la Gran Depresión, y en algunos casos alrededor de la Segunda Guerra, el populismo fue el instrumento de incorporación política y económica de las clases populares. Su amplia coalición vehiculizó la irrupción rápida, explosiva—a veces violenta—de grupos subalternos en la escena política. El populismo fue una respuesta a la crisis del estado oligárquico, el modelo exportador con democracia restringida.

La gran alianza social del populismo fue un intento por reconstruir la hegemonía perdida en la crisis del estado oligárquico, entendiéndose por hegemonía un orden político basado en el consenso más que en la fuerza. Fue un periodo de una vertiginosa construcción de ciudadanía. La incorporación se hizo por medio de la ampliación de derechos sociales (redistribución) y políticos (voto irrestricto), aunque sin una similar preocupación por los derechos civiles y garantías constitucionales, que bajo el régimen oligárquico anterior no eran precisamente robustos de todas formas. El populismo fue por ello democratizador, a pesar de no ser necesariamente democrático.

Su estrategia de desarrollo, sin embargo, la industrialización sustitutiva, era propensa a reproducir desequilibrios macroeconómicos (inflación) y de balanza de pagos (endeudamiento) de manera recurrente. Cuando ambos desequilibrios coincidían en un punto crítico, ello inevitablemente derivaba en inestabilidad y violencia política. La precariedad del arreglo populista se hacía evidente en esos ciclos de expansión y contracción económica, que además generaban ciclos de expansión y contracción de derechos, de ciudadanía.

Las dictaduras, que siempre se justificaban por la inestabilidad precedente, ensayaron una “solución final” del problema, reduciendo esos mismos derechos a su mínimo histórico. Al llegar a los setenta, buena parte de América Latina vivía bajo el terrorismo de estado. Las transiciones posteriores ocurrieron en respuesta a esas violaciones. Estuvieron marcadas por la agenda de derechos humanos, es decir, por la revalorización y fortalecimiento del componente civil de la ciudadanía, las garantías constitucionales.

El problema adicional de entonces fue cómo recuperar el crecimiento económico luego de la crisis de la deuda. En los noventa, el ajuste, la privatización y la liberalización comercial—inevitables para regresar a los mercados de crédito internacionales—restructuraron la economía, afectando a la industria protegida tanto como a la clase obrera subsidiada. ¿Quién, en aquellas frágiles democracias, podría hacerlo manteniendo un mínimo de estabilidad política? ¿Quién, que no fueran los militares, podría ejercer control sobre los grupos afectados? Solo el populismo, que se hizo así de derecha—un populismo neoliberal.

Al llegar a este siglo, la historia es más conocida. El boom de las commodities y términos de intercambio sin precedentes generaron superávits históricos para las arcas fiscales. Un nuevo populismo—ahora presumiblemente de izquierda, bolivariano—se hizo del estado y de esos recursos. Apeló a los pobres, hizo redistribución de ingreso y amplió derechos sociales. Asimismo, expandió derechos políticos, otorgando el voto a nuevos contingentes sociales e incrementando la participación, aunque ejerciendo un férreo control de la administración electoral. Echó mano de todo el arsenal de los rituales de dominación “populista”, rituales de dominación usados para perpetuarse en el poder. Es allí donde ese progresismo que se abroga pierde significado, lo cual hace indispensable entender al populismo en sus fases históricas, el populismo en ambos siglos.

El populismo continúa siendo un término en busca de su significado. El problema es que esa búsqueda intelectual bien puede convertirse en un velo para dejar de conversar de lo esencial. Porque detrás de este relato del populismo se discute sobre supuestas formas democráticas alternativas—“no liberales”, dicen algunos. En ese proceso, las comillas también se aplican sobre “democracia”, que sin liberalismo se devalúa como tal, pierde sentido.

Como si la fusión de los tres poderes del estado en un partido—o peor aún, en una persona—pudiera tener algún viso de democracia. Como si la construcción de una mayoría electoral—siempre circunstancial—habilitara al que se hace del poder político a pasarles por encima a los demás, las minorías que no están de acuerdo, y a perpetuarse allí. Como si los individuos estuvieran dispuestos a renunciar a sus derechos y libertades constitucionales—a hablar, a disentir, a criticar—por un coeficiente de Gini más bajo, o como si esa renuncia fuera además condición necesaria para bajar el Gini. Y como si esas mismas minorías estuvieran dispuestas a disolver sus otras identidades—las que no se definen por el ingreso, identidades religiosas, étnicas, de género, de orientación sexual—en la fugaz identidad de una mayoría electoral.

En definitiva el populismo original fue progresista, una excusa para conversar sobre derechos, cómo ampliarlos, cómo hacerlos vigentes y sostenerlos en el tiempo. El populismo de este siglo, en cambio, es reaccionario. Reduce, limita, quita y manipula derechos, más allá de su retórica acerca del pueblo. Tal vez haya que dejar de hablar de populismo, entonces, y hablar de otra cosa, porque el único concepto que parece conservar su significado y valor a través de la historia—que parece estar más allá del elefante y el mamut—es la democracia constitucional. Conversemos sobre ella, porque en realidad la tenemos bastante desvencijada.


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