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miércoles, 2 de julio de 2014

DE LA DUDOSA MORAL

Américo Martin 27 de junio de 2014

Me sirve la excelente obra de Inés Quintero sobre el Precursor Miranda –“El hijo de la panadera”- para insistir en el equívoco tema de la moral pura y la que reina en el ámbito de la política. Pueden aprovecharse los duros retos que a través de los accidentes de su historia de revolucionarios determinaron el pragmatismo de dos líderes políticos instalados con justo título en el corazón de los latinoamericanos.

Las huellas del iluminado Miranda se habrán borrado, quizá, en España, Francia, Rusia, Inglaterra y EEUU, lugares donde su presencia fue intensa, pero entre nosotros, no. ¿Por qué no? Porque fue parte decisiva de una historia determinante de nuestro modo de ser. Pero adicionalmente porque los anacrónicos hábitos del fundamentalismo dogmático, por causas difíciles de entender, lo han enaltecido hasta la cima de la leyenda o el mito. El peor de los mitos es el concebido para el servicio de los poderes dominantes.

Digamos con Klausewitz: “La guerra es la continuación de las relaciones políticas, es una gestión de las mismas por otros medios”.

Me permitiré repetirlo -con más provecho- al revés: La política es lo que evita una guerra o permite superarla después de iniciada, con menos costo.

Precisamente, porque quiere impedir un conflicto bélico o ponerle fin a una carnicería ya en marcha, la política tiene una marcada propensión realista. Debe tratar de lograr lo esencial de sus objetivos, aceptando necesarias flexibilizaciones pragmáticas.

“Flexibilidades pragmáticas”. Esa fórmula suena mal porque supone diálogos, negociaciones, transacciones. Pero aunque suene mal, el pragmatismo puede ser vital para obtener sustanciales logros democráticos. Y en cambio, el moralismo que lo rechaza podría acaso terminar siendo una perniciosa violación de la Moral.

Nos recuerda la profesora Quintero que Miranda se tragó toda la irritación que cargaba contra William Pitt, el frío ministro inglés, para no estorbar su patriótico esfuerzo por poner la fuerza británica del lado de la causa emancipadora de la América Hispana. A sabiendas del interés o codicia que pudiera haber en las potencias inglesa y estadounidense, no vaciló en ofrecerles Trinidad, Puerto Rico y Margarita a cambio de su ayuda.

¿Se pasó de raya? ¿Era esa concesión ciertamente necesaria? ¿Trataba –al incluirla casi como señuelo- de reducir al mínimo la entrega de territorios más importantes? Tal vez sí, tal vez no. Pero Miranda no dio ese paso por ser hombre de índole inmoral, entreguista o –como dicen ahora- “apátrida”. Es lo contrario, lo hacía impulsado –con razón o sin ella- al logro de la independencia del extenso territorio hispanoamericano. Una una óptica pragmática, pero intencionadamente Moral. Así, con “M” mayúscula.

El realismo político puede prevalecer sobre la Ética pura, cuando la suprema Moral está en juego o en peligro. Entendiendo en este caso por “suprema moral” la independencia, la democracia, la libertad, la seguridad y la paz. Ese inmenso destino puede perderse si quienes buscan alcanzarlo reaccionan como duques ofendidos a la posibilidad de hacer la más pequeña pero salvadora o inevitable concesión o se nieguen por mal entendido moralismo a dialogar con quienes tengan las manos sucias.

Miranda se reunió a consciencia con embajadores españoles que registraron sus movimientos para denunciarlos al monarca que quería eliminarlo, por no mencionar a Catalina y sus validos, que lo trataron muy bien y sin embargo no vacilarían en mancharse con la sangre de quienes se enfrentaran al imperio ruso.

Miranda era un político, era un patriota de elevados sentimientos, y como tal sabía que ese oficio, cual hacer humano, no es contrario a la moral. Pero entendía que nada más erróneo, disparatado incluso, que olvidar la particular forma como se combinaron Moral y Política en la Historia. Una sin la otra podía triunfar pero en forma muy perversa e inhumana. La victoria de una gran causa debía emanar de un alto pragmatismo, eso sí: “gobernado” por reglas éticas sabiamente combinadas. El principismo puro en el área mencionada podría quedar reducido a un desahogo impotente y vanidoso. Una falsa moral sin resultado, como no fuera cultivar el autobombo.

Otra notable lección queda subrayada en la obra de Inés Quintero. La de la fatuidad, falacia y papel de los mitos personalizados, que estrangulan la libertad de pensar y de crear.

No creo que al destacar dos cuestionables momentos en la conducta de Miranda y de Bolívar, la autora haya tenido otra intención que la de establecer la verdad. Una forma de humanizarlos o más bien de no endiosarlos. La capitulación de Miranda frente a Monteverde había merecido comentarios contradictorios de autores impecables. Augusto Mijares la adorna un poco para defender al gran hombre.

Quintero examina las realidades con mucho rigor. No emite juicios de valor. Los hechos hablan por sí mismos. Miranda dejó a sus compañeros en las fauces de un tirano mientras intentaba escapar. Llevaba una elevada suma de dinero de las exhaustas finanzas de la República. O peor -según sus acusadores- como salario de traición que le habría pagado Monteverde.

Bolívar, de las Casas y Miguel Peña fueron los principales involucrados en la detención del trágico Precursor. Lo llamaron traidor, lo infamaron. A tenor de carta del tirano Monteverde y declaración de un amigo realista de Bolívar, el futuro Libertador fue premiado con el perdón y un pasaporte que le permitió salir de Venezuela. El cruel jefe canario agradeció su oportuna intervención contra Miranda

Miranda y Bolívar fueron grandes americanos, pero no deidades impolutas. Esas mencionadas bajezas morales sirven para demostrarlo. Al evocarlas de nuevo por amor a la verdad, la historiadora Inés Quintero merece nuestra gratitud.


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