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viernes, 4 de abril de 2014

El gorilismo como cultura

Paulina Gamus 25 MARZO, 2014

Por los años 50, cuando en Venezuela gobernaba el dictador Marcos Pérez Jiménez, la orquesta de baile más popular de todos los tiempos, la Billo’s Caracas Boys, estrenó una guaracha (ritmo cubano que obligaba a mover las caderas con la sensualidad que el recato de cada quien permitía) llamada “Los Cadetes”, como homenaje a quienes se graduaban en alguna rama de la carrera militar. La tal guaracha tenía un estribillo que decía: “La marina tiene un barco, la aviación tiene un avión, los cadetes tienen sable y la guardia su cañón”. Y los jóvenes y no tan jóvenes de entonces nos entregábamos con entusiasmo a bailar y corear una elegía musical al mundo militar, sin detenernos a meditar que precisamente de ese mundo provenía el dictador que gobernaba al país con mano de hierro y los militares que abusaban de su condición.

A éstos les bastaba con colocar sus gorras en la parte trasera de sus vehículos, como salvoconducto para cualquier tropelía. Había presos políticos, espantosas torturas, exiliados y sobre todo miedo. El régimen tenía espías y nunca se sabía quién podía hacer una delación si hablábamos más de la cuenta. En algunas ocasiones no era difícil detectarlos porque había espías realmente naive. Por ejemplo, cuando estudiaba el primer año de la carrera de leyes en la Universidad Central de Venezuela, en 1955, había un hombre de más edad que el promedio de los cursantes, usaba lentes oscuros, sombrero de fieltro, impermeable, se sentaba en la última fila, su nombre no aparecía en la lista, no asistía a los exámenes y no hablaba con nadie, se limitaba a sonreírnos. Supongo que el espía de la clase jamás pudo pasar un reporte y sabe Dios cómo y porqué le pagaban un sueldo.

Aquella dictadura que había comenzado en 1948 con el golpe militar que derrocó al presidente Rómulo Gallegos, parecía inconmovible e inamovible a pesar de las masivas manifestaciones de estudiantes universitarios ocurridas en octubre y noviembre de 1957, que llevaron al gobierno a cerrar las universidades. Pero el 1º de enero de 1958, los trasnochados caraqueños que habían celebrado hasta la madrugada la llegada del nuevo año, despertaron con el ruido de aviones que volaban sobre la ciudad. La casa de mis padres quedaba a pocas cuadras de la Seguridad Nacional, el cuartel de la policía política donde había prisioneros de conciencia y salas de tortura. Mis hermanos y yo subimos a la azotea de la casa, al igual que hicieron muchos vecinos, para saludar con pañuelos y banderas a los aviones que venían a liberarnos del yugo perezjimenista. Fracasaron, el jefe de la intentona, coronel Hugo Trejo fue apresado y algunas semanas después unas brigadas antiexplosivos desalojaron varias cuadras de nuestro barrio -El Conde- porque las bombas arrojadas por los aviones habían caído en todas partes menos en su objetivo que era la Seguridad Nacional. Ninguna explotó por lo que puedo ahora estar narrando lo que ustedes leen.

El 21 de enero de ese mismo año comenzó una huelga general, la Seguridad Nacional apresó a muchos manifestantes y en la madrugada del día 23 Pérez Jiménez huyó el país. Los militares se habían sumado a la protesta civil y le quitaron su apoyo. Lo único que habría que reconocerle al depuesto dictador, es haberse negado a resistir lo que hubiese significado un baño de sangre. Instaurada la democracia, algunos militares quisieron mantener su status anterior pero fueron barridos por la protesta cívica. Y ya con Rómulo Betancourt como presidente, el primero electo democráticamente después de diez años de dictadura, dos golpes militares El Porteñazo y El Carupanazo, llamados así por las ciudades donde se produjeron, también concluyeron en vergonzosas derrotas sin dejar a un lado la cantidad de muertos y heridos que ocasionaron.

La Fuerzas Armadas venezolanas, fueron impecables y exitosas en su propósito de derrotar a la guerrilla urbana y rural, que políticos locales emprendieron en los años 60 con el apoyo militar y logístico de Fidel Castro. Se ganaron el respeto de la ciudadanía y parecieron ser respetuosas de la Constitución hasta que en la madrugada del 4 de febrero de 1992 los caraqueños volvimos a despertar con la sorpresa de un golpe militar. Los vecinos de la residencia presidencial La Casona y del palacio de Miraflores, sede del gobierno, fuimos testigos del ataque inclemente al que ambos fueron sometidos. En La Casona se encontraban la esposa del presidente Carlos Andrés Pérez, sus hijas y nietos, que salvaron sus vidas milagrosamente. Quién es hoy el ministro de Justicia y Paz, fue el comandante de esa operación criminal. Aparentemente ha reconocido que lo ocurrido ese 4 de febrero fue una aventura.

No es fácil que los no familiarizados con el realismo mágico entiendan cómo es que unos militares que planifican durante diez años derrocar al gobierno democrático de turno y sustituirlo, hayan podido fracasar de forma tan estrepitosa. Mucho menos comprensible es que el jefe de esa aventura, refugiado en el Cuartel de la Montaña donde ahora se encuentra el mausoleo que supuestamente contiene sus restos mortales (ojo, en la Venezuela de hoy todo es supuesto, presunto o probable), no haya disparado un solo tiro, no se haya expuesto a recibir ninguno y haya terminado transformado en un héroe nacional y de allí en adelante en un semi Dios solo comparable en sus dimensiones épicas, a El Libertador Simón Bolívar.

El 27 de noviembre de ese mismo año, de nuevo un madrugonazo golpista. Esta vez fueron almirantes y generales de la aviación. Los aviones volaron de manera amenazante sobre la capital, hubo más de cien muertos y quien suscribe habría sido uno de ellos si la bomba que uno de esos aviones lanzó teniendo como objetivo el Palacio de Miraflores, no hubiese caído tres cuadras más atrás, justo al lado del edificio donde yo me encontraba. Como es ya casi rutinario, la bomba no explotó. En este país donde por fortuna y por la tradicional corrupción, las fragatas no navegan, los cañones no disparan, los tanques se atascan, los bombarderos tienen pésima puntería y las bombas no explotan, el teniente coronel Hugo Chávez Frías llegó a la presidencia de la república por el voto mayoritario de un electorado que creyó que aquí hacía falta un militar para ponerle mano dura a la delincuencia y a la corrupción. Quince años después los resultados están a la vista, Chávez murió prematuramente no sin antes haber destruido la economía nacional, institucionalizado la impunidad de los delincuentes, dividido al país con odios que él mismo se empeño en hacer irreconciliables, dilapidado miles de millones de dólares en regalos a otros países y en dispendios insólitos, haberse entregado en brazos de los hermanos Castro y así convertir a Venezuela en una colonia cubana. Y lo peor, haber dejado como heredero de su poder absolutista, a un ser gris, inepto, ignorante, desorientado y trastabillante, absolutamente sometido a La Habana.

La otra herencia del difunto fue haber politizado, partidizado e ideologizado a los militares y colocarlos en posiciones de gobierno y frecuentemente, de enriquecimiento ilícito. Los transformó no en el sector del país encargado de la defensa nacional, sino en defensores de la revolución, del llamado proceso o socialismo del siglo XXI. Hoy, cuando Venezuela está llena de protestas de estudiantes y de la población en general por la inseguridad, los presos políticos, la escasez de alimentos, la humillante presencia cubana y muchos etcéteras, podemos apreciar el resultado de esa aberración militarista. Quienes creímos que los militares venezolanos estaban hechos de una pasta diferente a la de los gorilas sureños, los torturadores y asesinos de las dictaduras chilena, uruguaya y argentina en los años 70, nunca creímos que un militar venezolano vejaría, golpearía y torturaría a sus congéneres. Hoy presenciamos cómo pisotean los derechos más elementales del ser humano. Y peor aún, su indignidad al aceptar instrucciones de militares cubanos y su cobardía al amparar a los grupos delictivos paramilitares a los que Nicolás Maduro ha ordenado disparar contra la población, saquear e incendiar especialmente las universidades a las que él nunca fue. El lema de la Guardia Nacional cuando no era bolivariana fue: “El honor es su divisa”. Ahora el honor no se divisa ni en ese cuerpo militar ni en ningún otro.


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